domingo, 21 de octubre de 2012

Las increíbles playas de Sevilla




Ya hacía tres angostos meses desde que encontró aquel manantial de agua, tiempo durante el cual había conseguido borrar todo su interior. No echaba de menos a su familia, y tampoco a sus amigos. Se había olvidado, por fin completamente de ella. Sabía que todo esto se le había ido de las manos, que moriría tarde o temprano. El manantial se secaría, llegaría el invierno o quizá le encontrase esa bestia a la que oía rugir todas las noches. Mal plan el de perderse en el bosque para lavar su mente.
Tan solo unos arbustos con bayas color frambuesa (de sabor mucho más amargo que las frambuesas) le mantenían con vida. No se había cruzado con ningún animal salvaje desde aquella pobre liebre desorientada que se cruzó la primera semana de su desastrosa aventura. Suerte que las bayas no eran venenosas.
Cualquiera en este momento podría pensar "bueno, pues ha cumplido su objetivo."

Pues allí yacía, en su saco de dormir (el único equipaje que le quedaba), bajo aquel frondoso y robusto árbol, resguardándose de aquella lluvia torrencial que anegaba aquella zona, ahora pantanosa. Fue entonces cuando el cielo se iluminó gracias un fogonazo blanco y un ruido ensordecedor pareció quebrar los tímpanos de nuestro protagonista. Entonces aquel rayo prendió un tronco caído al otro lado del manantial. Sus pupilas se dilataron.

Una sonrisa tan cálida como el fuego, una melena tan negra como el carbón, con una simpatía que abarcaba todos los poros de su piel, una inocencia más clara que los mares de la Luna y una risa que se grababa en la mente como la melodía que desprende una gota de agua al saltar desde una cascada.

"Que te abrace y que luego no sepas cómo deshacerte del resto del mundo..."


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